Camino por la calle. Está repleta de gente y ruido pero me siento sola. El humo crea una nube espesa en el aire, lo que lo hace difícil de respirar. Camino despacio, mirando a mi al rededor. La gente pasa por mi lado sin levantar la vista del suelo; algunos caminando rápido y en silencio, otros en grupo, hablando y riendo. Nadie se mira, nadie le ofrece ayuda a aquella abuela que carga con varias bolsas pesadas, nadie se detiene ante el pobre indigente que se muere de frío mientras pide un poco de dinero tirado en el suelo; las madres apartan a sus hijos de aquel pobre perro que anda por la calle, pensando que es malo, sin saber que está perdido; nadie saluda a su vecino ni le pregunta como está, solo se miran como extraños.
Subo en el autobús y busco un sitio que no esté ocupado. El ambiente es silencioso en una parte, pero al fondo se oyen las voces de los jóvenes ansiosos de salir de fiesta. Por la ventana los veo bajar en la siguiente parada; jóvenes inexpertos, disfrutando de la vida, aprovechando cada segundo como si fuera el último. En ese momento uno de ellos enciende un cigarro. Los demás le imitan y yo aparto la vista; todos aparentan ser iguales, comportarse de la misma forma por miedo a ser diferentes.
Luego salgo del autobús y empieza a llover. Veo cómo la gente avanza más rápido, abriendo sus paraguas, huyendo de la lluvia. Dejo de caminar y permito que la lluvia moje mi pelo y mi cara, sintiendo el agua bajar por mis hombros. Miro como la gente rehuye de la lluvia, no quieren que las gotitas de agua toquen sus cuerpos, pero no se dan cuenta de que son la razón por la que están vivos. Con las manos en los bolsillos sigo mi camino.
Avanzo con la mirada fija en el suelo y me topo con una flor que crece entre las grietas de la calzada. Me agacho para verla de cerca; es fea, no es la clase de flor que pondrías de decoración en la entrada de tu casa. Es azul, pero el color es casi inexistente tras la capa de polvo y suciedad que la recubre. Ha sido pisada más de mil veces, ignorada y abandonada a su suerte, pero la flor a conseguido crecer, más allá de todo pronóstico; se abre paso entre las roturas de las baldosas que forman la calle, buscando la luz del sol y la vida que el mundo puede proporcionarle. Ahora caen sobre ella gotitas de agua, limpiándola, haciéndola florecer. Esa pequeña flor que la mayoría de las personas pisa e ignora es otra de las razones por las que deberían dar las gracias de respirar cada día. Me levanto, consciente de ser el centro de las miradas que observan con curiosidad desde los balcones de las casa. Pero no me importan lo que piensen de mí. Igual que a aquella flor, pueden pisarme, ignorarme e intentar silenciarme de este mundo, pero siempre conseguiré la forma de salir adelante.
Pienso en todos aquellos que no son conscientes de que deben dar gracias cada mañana por poder abrir los ojos una vez más; cada noche por poder ver las estrellas en el cielo que nos cubre. Todos piensan que somos una raza invencible, pero no saben que no podemos sobrevivir sin otra raza más pequeña que nos lo permita. Por eso me inspiro en las cosas pequeñas, en todo lo que parece insignificante y sin valor a los ojos de los demás, las que sin darnos cuenta completan nuestro día a día, y sin las cuales este lugar al que llamamos Tierra no sería lo mismo. Somos como niños, intentando controlar las piezas de un nuevo juego, creyendo que tenemos el mundo a lo pies.
Y no nos paramos a pensar en que a lo mejor somos nosotros las piezas del juego de otro se más grande y poderoso.
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