Roma tenía los hombros caídos, los labios rojos y las uñas mordidas;
el pelo suelto y las pasiones de mil hombres en sus ojos escondidas.
Roma no tenía ganas de jugar, con soñar le era más que suficiente;
se conformaba con ver a los pájaros volar y levantar sus brazos al cielo.
Soñando alto.
Sintiendo viento.
Suplicando vuelo.
Roma era una niña pequeña columpiándose en un parque del centro;
era de esas niñas que tienen la ropa deshilachada, igual que el corazón.
De esas que no regalan besos, pero que con cada palabra te rompen el pecho.
Roma era una chica singular, sin igual; iba en singular y sin dudar.
Un solo momento.
Roma es todas y cada una de las noches que te has pasado despierto.
Con la ventana, con los ojos y hasta con el corazón, abiertos.
Con la piel por debajo de las costillas.
Con miedo,
y en carne viva.
Roma es emperatriz de muchos imperios, aunque, reina, solamente es de su reino.
Roma es incapaz de arrancar un alma de un cuerpo,
pero le encanta eso de enrollarte alrededor de su índice,
como si no fueses nada más que la puta cuerda de su globo.
Y en cualquier momento, te puedes ir flotando entre nubes.
De papel,
o de algodón de azúcar, si prefieres.
El caso, es que deberías tener más miedo tú que ella.
Porque si te vas pierdes y no hay autopista de vuelta;
y sin embargo, todos los demás caminos, llevan a Roma.
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